Es intensa e inteligente la propuesta de José M. Muscari
Nuestra opinión: muy buena
Quien esto escribe, en su niñez, fue fanático de Julieta Magaña; se divirtió con la gordita simpática que Liliana Benard encarnó en Andrea Celeste y admiró la versatilidad de Cristina Tejedor, como la "sacada" de las telenovelas más exitosas. Volver a verlas, junto con otros actores que tuvieron su momento de gloria y hoy son injustamente olvidados, podría suponer un riesgo. También lo era pensar para qué se los reunió en una obra que se llama Escoria . Pero José María Muscari encontró la forma de honrarlos. A su manera, con su sello, con su ironía, su mordacidad y su irreverencia, desarrolló un relato no lineal, extraño, pero tal vez uno de los mejores de su producción.
En su comienzo, la propuesta desconcierta, asusta, aunque de a poco, el espectador se encuentra abrazado por esos seres que hablan de las vicisitudes de su profesión, hasta que encadenan sus vidas y las vuelven una causa unívoca.
Un grupo de actores con nombre propio (muy propio) se unen para organizar una fiesta de cumpleaños a un viejo e histórico productor televisivo que los supo contratar: un tal Escoria. Y no es sólo una excusa, un hilo conductor efímero. Es sustancial
Muscari no se quedó solamente con la idea de reflejar "el lado B de la fama" o la fragilidad de los artistas. Adrede o por casualidad cavó más profundo y llegó a un punto de sensibilidad con la que el espectador se involucra hasta en un nivel espiritual. Habla de lo efímero y lo auténtico; de vivir el día sin regodearse demasiado; de lograr distinguir entre la belleza de lo necesario y lo atractivo pero, a su vez, efímero de aquello que es periférico. Escoria es dura, durísima, pero debajo de esa capa cruel, se vuelve pura y sensible.
Y es un placer descubrir a esa actriz dramática que estaba oculta en Noemí Alan; al talento integral de Marikena Riera; la hilaridad y la fuerza de Cristina Tejedor; la gracia de Liliana Benard; la presencia y solidez de Paola Papini; ese desparpajo y simpatía de Gogó Rojo; la dulzura de Julieta Magaña; la capacidad de transformación de Héctor Fernández Rubio; la comicidad innata de Willy Ruano; y la solvencia de Osvaldo Guidi. Pero lo mejor es que todos consiguen que uno salga del teatro adorándolos y aprendiendo... de la vida misma.
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